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martes, julio 24, 2012

The Thing & Neneh Cherry, Youn Sun Nah - 47º Festival Jazz Donostia - San Sebastián (23/07/2012)


Ingebrit Haker Flaten y Mats Gustafsson
© www.jazzaldia.com
 
A pesar de que Mats Gustafsson insistió con cierta vehemencia en aclarar que lo suyo no era un tributo a Don Cherry (tal y como se había anunciado oficialmente), la voz en off del festival reincidió en esa idea cuando dio por finiquitada la actuación de The Thing y Neneh Cherry. Un finiquito forzoso, tal y como sucedió hace unos días con Marc Ribot & Los Cubanos Postizos, sin margen para el bis. Un feo detalle (cuando menos, abrupto) precedido de una apresurada entrega de flores a la cantante (¿por qué no también a ellos?) que, vista en perspectiva, era una señal, no un cariño protocolario. Cherry las recibió como quien no entiende nada. Y el autor de la entrega voló del tablado con la misma rapidez con la que apareció.

La puesta en escena, con tres de los improvisadores más viscerales y estimulantes de la música libre improvisada, fue estremecedora. Escuchar sobre uno de los grandes escenarios festivaleros del jazz ibérico la explosión de Mats Gustafsson, Ingebrit Haker Flaten y Paal Nilssen-Love es como ver a la virgen en un prostíbulo. Una alucinación (¿?). Sea como fuere, la carta de presentación fue un ejercicio de purgación auditiva personal después de una semana de excesos musicales (no diré jazzísticos). The Thing es música directa, sin concesiones, sin medias tintas ni disculpe usted, ¿me permite pasar? Pasan y punto. Pusieron en evidencia lo que uno lleva constatando año tras año con desolación en la escena festivalera de nuestro país: los grandes festivales son – para una inmensa mayoría – actos sociales, un ameno pasatiempo. Simple y llanamente, una excusa para tomar algo, charlar, dejarse ver y (ahora) sacar una foto para colgarla en Twitter. Y se ha logrado a base de programar jazz “simpático”, edulcorado, inodoro… Jazz cliché que procura agradar a todo el mundo, cuando esta música desagradó casi siempre a una mayoría. Masas que se acercan también gracias a la generosidad de los festivales – autodefinidos – de jazz para con otros géneros (hay quien me habla de ese “gran músico de jazz”… sí, ese, Antony que tocó en el Kursaal); a la inversa, una quimera. En fin, un estereotipo que difícilmente casa con un Gustafsson en posición de listos, ¡ya!


The Thing & Neneh Cherry
© www.jazzaldia.com

El escenario ardía (moderadamente) y el respetable se apagaba (o buscaba refugio). Sólo algunos muy fieles mantenían el tono. Nos hemos ido educando en la inocuidad cultural y cualquier alteración del orden desconcierta. ¡Bien por ellos! Y eso que la versión de The Thing con Neneh Cherry tiene algo de whisky rebajado con agua. Y no porque la cantante no le ponga ganas, pero… Los tres se amoldan a su expresividad y eso implica el Nilssen-Love más comedido que haya escuchado nunca (¡Increíble! En algún momento se limitó - ¡incluso! - a mantener el tempo) y un Gustafsson que, del tradicional (y amenazante) jugador de rugby neozelandés con el que lo tengo asociado, quedó en futbolista de gesto búlgaro (léase Stoichkov). Haker Flaten bastante tenía con amoldarse a su strange woman, tal y como Cherry describió el contrabajo “adoptivo” del noruego, después de que el suyo se lo hubiera extraviado la compañía aérea Vueling (no sabía yo de estos fetichismos libreimprovisatorios de Josep Piqué). Su solo (a solas) resultó una simbólica paradoja. O de cómo ser miembro de uno de los grupos más salvajes y ruidistas de la improvisación y apenas resultar audible entre el ruidismo del público. Cosas de la Trinidad y de la educación de los trinitarios.


Neneh Cherry
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The Thing, Neneh Cherry y su NO tributo a Don Cherry resultó básicamente una réplica vitaminada de lo escuchado en el disco, compuesto de algún original de Cherry (Cashback), de Gustafsson (Sudden moment) y versiones de The Stogees (Dirt), Suicide (Dream baby dream) o Don Cherry (Golden heart, grabado en 1965 dentro de su suite Complete communion). Con mayor espacio para el salvajismo de The Thing y para la interacción de Cherry con ellos que en el estudio, pero con la sensación de que el trío rebaja parte de su esencia al arropar a la cantante (especialmente Gustafsson, convertido muchas veces en soporte melódico y rítmico a base de repetitivos riffs, especialmente con el saxo barítono). Ella combina una excitada puesta en escena con limitaciones en el rango expresivo, básicamente un gran monólogo un tanto átono. Por razones de mi inconsciente que, por lo tanto, desconozco, venía a mi cabeza el nombre de Jeanne Lee y lo que ella habría podido hacer sobre el rugido rítmico de The Thing. Pero son cosas del imaginario, y la realidad es Cherry, que brilla en la actitud pero decae en la expresividad. A mi lado, dos fans de la sueca algo desconcertadas por verla en semejante tesitura. Qué difícil es ser independiente en este mundo.


Youn Sun Nah y Simon Tailleu
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Uno se queda con la efímera alegría de ver músicos de mundos ajenos a éste en el recinto con más solera del festival, y a su vez con el regusto agridulce de que haya sido en su versión más “acicalada”. Adjetivo que bien puede servir para definir la pulcritud en escena de la coreana Youn Sun Nah, a quien tuve la oportunidad de escuchar media hora en uno de los recintos gratuitos del festival. Con un sol justiciero frente a ella (da no sé qué decir que ella cantaba cara al sol), lo suyo fue inverso a lo de los nórdicos: descargó la vivacidad de su grabación. Certificó la sospecha de que en su música no hay gran espacio para la improvisación y que estamos ante una notable intérprete, con una preciosa voz capaz de estallar en grito operístico si es preciso. Pero reproduce. Incluso sus compañeros (tanto el guitarrista Ulf Wakenius – habitual de los discos de Nah en ACT – como el acordeonista Vincent Peirani) apenas se permiten variaciones sobre el tema principal, que no improvisaciones.

Le tenía ganas a Sun Nah después del hechizo de su último disco, Same Girl, pero su directo (esa media hora, subrayo) no aportó nada en particular en comparación. De la preciosa recreación de My favorite things - acompañada de una kalimba - al vibrante Frevo de Egberto Gismonti (con la que me retiré del recinto) - donde asoma su vertiente más virtuosa y una expresión más jazzística -, el concierto transcurrió con una placidez extrema. Tan calmo como el mar que ella veía desde el escenario y cuyas olas emuló para cerrar con clase la versión de Message in a bottle (Sting), que grabara en el disco Vagabond de Wakenius. En ese tiempo también tuve tiempo de escuchar uno de mis favoritos de Same girl, la versión de My name is Carnival (Jackson C. Frank) y un tema propio de la cantante, Uncertain weather, cuya letra dice: Se acerca tiempo inestable. Sopla viento frío. Cae repentinamente una tormenta con granizo. Las estrellas desaparecen… Y todo eso sin usar gafas de sol.

© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com 

domingo, julio 22, 2012

Enrico Rava 'Tribe' - 47 Festival de Jazz de Donostia - San Sebastián (22/07/2012)


Enrico Rava 'Tribe' (Foto: www.elclubdejazz.com)

¿Se ha hecho usted la pregunta de por qué le gusta el jazz? Si es así, responda: porque existen tipos como Enrico Rava. Así de sencillo. Si atraviesa una crisis de fe, nada mejor que encontrarse de sopetón con lo que el trompetista y su Tribe han ofrecido en uno de los nuevos escenarios de esta edición del Jazzaldia donostiarra: el Basque Culinary Center (¿Quién habló de batalla entre el castellano y el euskera?). Insisto. En festivales así, lo de menos es la música. Enrico Rava ha estado a medio centímetro de ser amenización para las hambrientas y sedientas huestes que se han acercado esta mañana a esta universidad de la sartén. Ha sido empezar a soplar Rava y el personal se ha puesto a correr de un lado para otro a por el comercio y el bebercio, que a caballo regalado… ya se sabe. Así la cosa, uno ha estado a medio centímetro de salir de allí por patas. Por fortuna, una vez saciada la gula, el personal se ha dedicado a lo que se supone: a escuchar. Una actitud, una forma de ser, una anomalía.

Si algo caracteriza a Rava es su sonido: cálido, redondo, flexible. Esta última cualidad me parece esencial para explicar cómo su soplo se instala como un manto; una fina capa que recubre toda la música, su forma ascendente y descendente, su accelerando y su ritardando. La libertad (y habilidad) para manejar los tiempos se traslada a un concepto de composición abierta, donde no se sabe dónde empieza un solo y termina el otro, donde las voces se superponen en un juego de diálogos que enriquecen en todo momento una música, en esencia, vibrante. Se teje sobre unos materiales que no dejan de ser estructuralmente convencionales. El plus está en que consigue que todo aquello se multiplique y crezca con una actividad incesante de acompañamientos improvisados de los unos a los otros y con melodías que se diluyen en solos y solos que se diluyen en melodías. Jazz que parece liberado de estructuras, cuando está plenamente dentro de ellas.

Enrico Rava 'Tribe' (Foto: www.elclubdejazz.com)

La tribu de Rava es la de la juventud. A excepción de Fabrizio Sferra (1959), el resto de la banda está en su treintena o en la veintena. Músicos en su adolescencia profesional para alguien que supera la edad de jubilación (incluso con el incremento de edad de la reforma laboral). Por fortuna, Rava mantiene sus constantes intactas (o mejora, desde luego respecto a su paso el año pasado por el festival en aquel ‘Tea for 3’ junto a Dave Douglas y Avishai Cohen). La calidad de su sonido es indudable e intransferible. Admirable su facilidad para manejarse en todas las tesituras y acceder a ellas con su característico legato (su columna de aire viaja con la misma soltura hacia la estrechez de los agudos y a la amplitud de los graves). Juega permanentemente con el excelente trombonista Gianluca Petrella, cuya expresividad me recuerda mucho a la de Glenn Ferris dentro de los proyectos del francés Henri Texier. Incluso la música en su conjunto me recuerda a algunos proyectos del contrabajista, especialmente en temas como Choctaw, una composición de Rava que camina por terrenos modales sobre el impulso sostenido del plato de la batería y con una melodía – a dúo entre trompetista y trombonista – con giros melódicos de reminiscencia oriental. Todo ello complementado por quien ha sido todo un descubrimiento para servidor: el pianista Giovanni Guidi.

La concepción musical de Guidi (1985) es ciertamente particular. En ningún momento acompaña de forma ortodoxa, siempre fragmentaria, al igual que sus solos. Lo mismo calla, que sostiene la tensión insistiendo sobre los graves, que recorre el teclado de forma percusiva, que lo trabaja con el mismo lirismo y toque delicado que hace unos días su compatriota Stefano Bollani en Vitoria. La suya ha sido una aportación ciertamente particular, tan libre y personal como lo es la música de Rava. Un solista cuyos silencios daban tanta información como sus torrenciales barridos del teclado.

Si es verdad aquella sentencia ellingtoniana de que It don´t mean a thing (If it ain´t got that swing), Rava y Petrella han dado una lección en escena haciendo caminar a pelo y de forma asombrosa el Art Deco de Don Cherry (¡Atención The Cherry Thing, os han puesto el listón altísimo para mañana!). Y han compensado la intensidad rítmica – más activa que en la versión discográfica de ECM - y la incitación al baile (incluido un bis algo descafeinado pero resultón con el Quizás, quizás, quizás de Osvaldo Farrés) con baladas de cine negro como Tears for Neda.

Si en el Basque Culinary Center se investiga sobre la cocina y se aprende a gestionar la hostelería, hoy el maestro Rava ha dado una lección de profesionalidad (el recinto no era el digno de su historia) y de gestión de su inmensa sabiduría musical. Recetas de jazz con firma de autor para esta modernidad (¿3.0?), sin necesidad de someter la creación a la (tan fashion) deconstrucción de materiales. Jazz en ebullición que le deja a uno en estado de liviana felicidad, como tras un buen chupito de grappa o - por adecuarnos al folclorismo - un buen vaso de txakoli.

© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com

sábado, julio 21, 2012

Peter Evans, Mari Kvien Brunvoll, Josetxo Goia-Aribe - 47 Festival de Jazz de Donostia - San Sebastián (20/07/2012)


Peter Evans - Fotografía: www.jazzaldia.com

Un dechado de sensibilidad y profesionalidad. Mientras el músico en escena se encuentra en plena interpretación de un tema, ella – camiseta negra con la leyenda “staff” inscrita en grandes letras blancas – se planta delante y, con la contundencia de una palma abierta, le señala que cinco minutos más y se acabó. Sucedió durante la actuación de la noruega Mari Kvien Brunvoll en la sala de prensa del Teatro Victoria Eugenia, en la celebración de la bautizada como “La noche en Jazz”, un espléndido ejercicio de marketing donde lo fundamental es todo, menos la música.

La cultura Spotify trasladada al directo. Si hay algo que permite todo y a la vez nada es programar de forma simultánea varios conciertos en un mismo recinto. El Victoria Eugenia celebra su centenario y el festival distribuyó por diferentes localizaciones ocho actuaciones a partir de las doce de la noche y hasta las dos, pornográfica hora de inicio de las últimas. Acceso libre a todos los espacios (previa entrada de 3€) sin mayor criterio selectivo que la presunta capacidad de la sala (en la de prensa se llegó a superar el aforo de sillas, sin perjuicio de sumar espectadores de pie o en el suelo). Así las cosas, hay quien se marca objetivos asumibles (un concierto por cada tramo horario) y quien – la mayoría – se marca un tour de curioseo. Consecuencia: la imposible concentración del espectador y difícilmente de los músicos. Lo mínimo exigible sería impedir el acceso durante la interpretación de música y darlo entre tema y tema (o como se quiera llamar a según qué expresiones artísticas). Pero, aunque no lo parezca, la música es siempre lo último en estos grandes fastos. Es muy fotogénico tener músicos en cada rincón - especialmente lucido en el vestíbulo de la primera planta - donde despedí la noche intentando conectar con la magia jotera del último proyecto de Josetxo Goia-Aribe y donde deserté por ruido y sueño. Conciertos a las dos de la mañana son una falta de respeto para músicos y espectadores. Hasta Nacho Vidal va grabado a esas horas.

Así, entre ráfagas inmisericordes del (intuyo) fotógrafo oficial, walkie talkies del personal del teatro en interacción con la música e inmisericordes espectadores locuaces, además de los ecos de otras actuaciones simultáneas (Peter Evans gozó de unos generosos graves retumbantes bajo sus pies), tuvimos que sobrevivir melómanos y artistas. La mayoría – el que denomino como espectador social ­­– disfrutó a buen seguro de una noche muy cool. Al final el balance en estos macro festivales es cosa de números. Y aunque el año pasado la organización dijo haber tomado nota de las incomodidades del Museo de San Telmo (formato semejante a éste), la realidad es tozuda en la negligencia.

El trompetista Peter Evans era la cita estelar en la elección personal de este cronista. Por razones que escapan a mi comprensión, éste es el segundo año que visita Donostia. Y el segundo, igualmente, en que su actuación se oculta bajo el felpudo de la madrugada. Evans, que el año pasado no daba crédito al hecho de tocar a la una y media (con Agustí Fernández), consiguió que en éste le programaran… a la una. Eso sí, después de lograr que cambiaran lo inicialmente previsto: la hora jotera (pobre Josetxo). Logró lo previsible: una primera criba de espectadores que habían permanecido en la sala después de escuchar a un simpático (estereotipado, ruborizante) y swingueante quinteto de veteranos músicos de la vecina Bayona. Evans confesaba su estupor por lo surrealista de tener que hacer lo suyo después de lo de ellos. Que una cosa es fomentar la diversidad y otra tener un poco de sentido común. Es como juntar en la misma sala a partidarios de Wynton Marsalis y fans de Larry Ochs. Puede tener su gracia, pero el riesgo de conmoción cerebral no compensa el esfuerzo.

Evans volvió a hacer posible lo imposible. Con él, la trompeta y el piccolo barroco son otra cosa. Por un lado, él y el instrumento son uno; por el otro, el instrumento en sí expande su potencial (casi) hasta el infinito. Se puede vivir un concierto de Evans como una clase magistral de técnica del instrumento y nuevas formas de expresión o se puede tratar de profundizar en un discurso musical que, complejo, abstracto y a veces delirante, existe. Hay una lógica en todo ello, aunque los parámetros tradicionales de la música no sirvan para entenderlo. Hay una relación entre lo que Evans emite y lo que el espacio devuelve. Hay una lógica rítmica perceptible, incluso cuando más caótico parece (en sus secuencias más alocadas de arpegios acentúa las notas claves para crear una guía, que no daré en llamar melódica); también el virtuosismo extremo de un fraseo bop llevado al paroxismo más histriónico y, en contrapartida, los universos más íntimos a partir de sonoridades aflautadas o de difícil clasificación tímbrica. Hay estallidos de rabia y exultante sentido del humor – aunque algunos lo lleguen a confundir con una tomadura de pelo – y emulaciones sonoras que ponen en marcha el motor del asombroso viaje musical que propone el trompetista. Se deja la vida en ello y la exigencia del esfuerzo (respiración continua incluida) proporciona instantáneas de una plasticidad innegable, con gotas de sudor estallando a su alrededor y su rostro poseído por la furia creativa. Hay en su concierto más metal que en el heavy y más delicadeza que en una nana infantil. Hay extremos en roce permanente y una utilización del instrumento que sobrepasa los límites que la educación formal ha creado. Éstos no eran lógicos, simplemente nos los habían inoculado. Pero más allá de tecnicismos y asombros (¡Cómo va ascendiendo por microtonos haciendo uso de las válvulas del instrumento! ¡¡Cómo genera armónicos y convierte en polifónico un instrumento monódico!!), el oído educado consigue despertar las emociones más íntimas tanto como lo puede hacer la belleza “formal” de Goia-Aribe (por otro lado, la suya es otra forma diferente de expandir el potencial de la música improvisada a partir de los encuentros más insospechados). No es cuestión de esnobismo ni de elitismo, ni se disfruta con esto por tara mental (creo, claro). Aunque algunos están tan mal que no son capaces de escucharlo.

Mari Kvien Brunvoll (Fotografía: www.jazzaldia.com)

Antes, a las doce, inició su recital la cantante y músico electrónico Mari Kvien Brunvoll. Con la equívoca referencia de Sidsel Endresen en el programa de mano, la noruega hizo de su concierto un acto ceremonial. Sentada a lo indio y con mesas de sonido y aparatos de electrónica más un salterio (o instrumento semejante) dispuestos frente a ella - en vez de incensarios, velas y una imagen de Buda - fue invocando a las musas en un ejercicio de mantra pop y efectista (con ramalazos ambient  y pulsos hip hop). En su música no hay ni rastro de jazz ni de lenguajes de improvisación verdaderamente relevantes (aunque esto hace mucho que dejó de importar en festivales así) y sí el ingenio de apañárselas por sí misma con ayuda de las electrónicas. Los loops facilitan multiplicar la unidad; las distorsiones, crear atmósferas de inquietante reminiscencia industrial. Las letras dan fe del espíritu pop: The answers on my life, they are so hard to find. Y te entraban ganas de abrazarla en su desesperada multiplicación vocal.

© Carlos Pérez Cruz

Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com 

viernes, julio 20, 2012

Michel Portal 'Spécial Itxassou', Hirualde - Errobiko Festibala, Itxassou (19/07/2012)


Sede del Errobiko Festibala, a las afueras de Itxassou
(19/07/2012)
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Existen mundos civilizados, pero se encuentran al otro lado de los Pirineos. Son una barrera geográfica, pero también mental. Ahora somos los “reyes” del deporte, pero de la educación, la cultura, el respeto… somos párvulos en vías de (de)formación. Uno viene de donde viene y se emociona al encontrar a un director de festival que camina por entre la gente y se acerca cariñoso a saludar; le asombra que no haya seguratas que hagan que aquello parezca un estado de sitio en vez de una celebración; que el público comparta mesa y mantel en la cena previa al concierto; que los niños correteen libremente (¿berrean menos los franceses que los ibéricos?); que los músicos estén por ahí, se mezclen y sean uno más (porque no dejan de ser uno más)… En fin, que suceda todo eso que nos hace parecer personas, seres normales, corrientes y gloriosamente molientes, en vez de que la escenografía establezca jerarquías VIP, turista y escoria. Que viajar es cosa buena, que siempre se puede uno dar cuenta de que un pueblo perdido entre valles no es sinónimo de palurdismo. Que al que ordeña las vacas le puede gustar la improvisación de altos vuelos tanto como al gafapasta que se bebe la soja. Se llama educación y cultura. Simplemente. Palurdos y gafapastas compartieron tres horas de generoso triple programa inaugural del Errobiko Festibala. Allá, en Itxassou, un pueblo perdido en los Pirineos Atlánticos, en la Aquitania francesa.


Exteriores del Atharri, antes del concierto
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El director que saluda es Beñat Achiary, otro de esos locos maravillosos que brotan felizmente en los ámbitos de la música libre improvisada. Aquí organiza cada año este encuentro con la música en estado de libre albedrío (incluye otras actividades, además de musicales) en un entorno paisajístico reconciliador y en el que las carreteras ejercen la selección natural de asistentes. Para llegar, hay que querer ir. Y en la primera jornada de las cuatro programadas, el frontón que acoge las actuaciones se adecuó para convertir aquello en lo más parecido a un anfiteatro abarrotado de fieles en contacto casi físico con la música. Por la oscuridad de la espera, la disposición de gradas, los telares negros que marcan el espacio de actuación, la austera escenografía (por no decir inexistente), imaginaba que pronto aparecería Raimon o daría inicio algún mitin clandestino. La llamada inicial de la txalaparta… pero no, eran cosas de la sugestión escénica. Un breve e hipnótico aperitivo con tan primitivo instrumento a cargo de dos txalapartaris (en homenaje a Jesús Artze) como llamada a escena de un proyecto liderado por el hijo del propio de Beñat, Julen Achiary. Un festival de cuarto de estar.


Hirualde durante la actuación
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Hirualde es el nombre de un proyecto de música y danza en el que Julen Achiary determina con las congas la intensidad y el mantra de un viaje imaginario de lo vasco a lo universal, con melodías del folclore vasco, referencias a ancestrales cantos afrocubanos e improvisación abierta de evocación, por momentos, ayleriana y coltraniana (especialmente en los modos y maneras del saxofonista Matthieu Lebrun). Jóvenes músicos que interaccionan con el baile del congoleño Chrysogone Diangouaya, cuya espasmódica danza es un atractivo que logra compensar los momentos más tentativos de la música de Hirualde. Quizá se abusa en exceso del estatismo rítmico, del riff de bajo y percusión sobre el que Lebrun desarrolla sus solos - especialmente afortunado con el sopranino - donde intuí en el algún momento citas al Spiritual de John Coltrane, al menos su espíritu lo rondaba. Poderoso en la pegada (Achiary se coordinó perfectamente con la batería de Yann Renaud), el proyecto alcanzó su cénit con una versión del Banako de la Ezpata Dantza (Danza de la espada), potenciada por esa conjunción de batería y percusiones y por la exultante y visceral improvisación de Lebrun, que alternaba con referencias directas a la melodía, para referencia emocional del personal. (Nota: Escúchese la versión que Beñat Achiary grabó en 2007 con Ramón López y Philippe de Ezcurra en el disco Avril). En el tema de cierre fue donde Julen - que compaginó la percusión con el canto durante todo el concierto - encontró la expresividad vocal de su padre. Esa forma de operística desgarrada con la que las melodías adquieren una flexibilidad y una potencia inusuales. Hay relevo para el padre.


Michel Portal 'Spécial Itxassou'
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Beñat se dio el placer de formar un cuarteto alrededor de una figura legendaria: la del saxofonista y clarinetista Michel Portal. En su currículo figuran gran parte de las culpas de la modernidad europea y de su figura de 76 años emana la energía de un joven airado. Había fascinación en el ambiente (su natal Bayona está a poco más de veinte kilómetros de Itxassou) y él respondió con el inconformismo que hace grandes a los muy grandes. Exigió al cuarteto con una vehemencia que hubiera aplastado la moral de un debutante. Mirada penetrante, gestos ostensibles para determinar qué y cuándo, cómo y por qué. Ahora calla que voy yo, ahora más piano porque mi cuerpo me lo pide. Una prueba de acción y reacción continua frente a la responsabilidad de sacar adelante un repertorio nada complaciente, complejo en estructuras y tempos, de casi imposible primera vista. A su derecha el fantástico pianista Bojan Z, frecuente compañero de Portal en los últimos tiempos. Él tenía ventaja, pero no por ello “perdón” del jefe.

Beñat Achiary se convirtió en sombra de Portal. Su voz se adhirió a la exposición temática del soplador, ya fuera para sumar timbre, ya fuera para crear un fondo en sí mismo (cuando se deshace, la voz de Beñat es más efectiva que un fondo ambiental electrónico). Si su hijo contaba con bailarín para dar expresión visual a la música, él fue la contorsión de los giros y contragiros de la música de Portal que, al menos en parte, era cosecha de su reciente Bailador. Música estructurada a conciencia y, sin embargo, de vuelo libre y espacios abiertos. Siempre viva para que Portal pueda cautivar con uno de los sonidos más hermosos de clarinete bajo. Composiciones con un fuerte sentido melódico –  comparte con otro legendario francés, el contrabajista Henri Texier, la habilidad para darles ese toque sentido – pero sustentadas en las bases ferozmente rítmicas (¿bulería, incluso?) de Bojan Z y del siempre vitaminado acompañamiento de Ramón López (¡jamás permitirá que el swing sea sólo ese chin ti chín básico!). Su sólo abierto en Cuba Si, Cuba No dibujó la más amplia sonrisa en el pianista y en el propio Portal… y el delirio colectivo. Ramón es un hombre batería. Como él se mueve, suena. Lo que los pedantes llamamos música orgánica, es él.


Michel Portal 'Spécial Itxassou'
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Se las sabe todas Portal y sabe cómo compensar con su gestualidad y aullidos las carencias de la falta de ensayo. Que no lo hubo se percibió en algún desajuste rítmico y en dudas en la estructura. Por algo era el Spécial Itxassou, un encuentro único y (quizá) irrepetible. Pero cuando falta el rodaje también hay ese no se qué que mantiene despiertos todos los sentidos de los músicos, lejos de la rutina de una noche más. Y ya fuera por eso o por la admirable concentración y entrega del respetable (seguramente por la suma de ambos factores), hubo duende y comunión. La felicidad era esto. Y estaba al otro lado de la muga.

© Carlos Pérez Cruz

Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com

jueves, julio 19, 2012

The Bad Plus & Joshua Redman - 36º Festival Jazz Vitoria - Gasteiz

Ethan Iverson, Joshua Redman, Reid Anderson y David King
(Vitoria - Gasteiz 18/07/2012)
© Jose Horna

Los misterios de la música son inescrutables. Quizá por contradecir las leyes de la mercadotecnia, “el trío más ruidoso jamás visto” se plantó en escena llevando al límite las condiciones acústicas del polideportivo vitoriano: un sobrecogedor pianísimo del trío con Love is the answer (de su primerísimo disco, Motel) para dar la bienvenida al invitado Joshua Redman. El quid de la cuestión estaba en ver cómo se amoldaban los unos al otro (y viceversa). Son once años de trabajo conjunto del trío y la segunda vez que se abre a una aportación externa (en For all I care sumaron la voz de Wendy Lewis). ¿Qué podía añadir Redman a la maquinaria de The Bad Plus? ¿Se desnaturalizaría el trío para amoldarse al discurso del saxofonista?

De lo inescrutable en la música. El trío que, además de por “ruidoso”, se ha caracterizado por su disección rítmica, locura estructural y por la (maldita palabra) deconstrucción temática, logró lo más difícil con el más sencillo de sus temas: la absoluta conexión con la audiencia. Despertó emociones de tal manera que puso en pie a gran parte del público, que aplaudió durante más de un minuto - en glorioso delirio colectivo - una balada de estructura limpia y corte y confección pop-rock como People like you (al igual que el primer tema, firma del bajista Reid Anderson). Es la demostración de que de música no se sabe, se habla. Servidor todavía no da crédito a semejante euforia colectiva, aunque la celebra. De que muchos rozaran la felicidad con la punta de sus emociones, me congratulo. De que lo hicieran con la más sencilla (estructuralmente hablando) de las composiciones, nada que objetar. En la sencillez está (la más de las veces) la virtud de la gran música. Lo confieso: a mí también se me pusieron los pelos como escarpias, pero fue por la insólita afinación de Redman.


Joshua Redman y Reid Anderson
© Jose Horna

Fue Joshua Redman - que hace dos años pisó este escenario con su doble trío - quien se amoldó a The Bad Plus. Y fue The Bad Plus quien perdió (léase entre muchas comillas) con la incorporación de Redman. Once años de trabajo generan un estilo y ese estilo a su vez se compone de unas rutinas que un externo puede intuir, pero no tener interiorizadas. Dado que el grupo se acogió a su repertorio y añadió a Redman, el saxofonista se dedicó a poner timbre de saxo a melodías - que en otro caso hubieran sido de piano - y a sumar solos. No hubo, en ese sentido, aportación extra a la rutina del trío más allá de su (innegable) entrega y del aditivo tímbrico del saxo (y de su admirable capacidad de memorización del repertorio). Su presencia es la de un invitado ocasional (a no ser que en el futuro…) y, por lo tanto, no hubo “deconstrucción” del trío. Iverson, Anderson y King siguieron a lo suyo, y Redman a lo de ellos.


Ethan Iverson, Joshua Redman, Reid Anderson y David King
© Jose Horna

The Bad Plus hace buena la idea de que el conjunto está por encima de las individualidades y de que en la potenciación de las virtudes y el control de los defectos está el equilibrio para que funcione. David King no es el baterista más sutil del mundo, pero es el batería idóneo para el sustrato ruidista del grupo. (Nota: a mayor intensidad sonora de un baterista, mayor admiración del oyente. Tema para estudio.).  Reid Anderson es la pareja de hecho de King en las relaciones rítmicas del trío (Ethan Iverson va por otro lado) y es, además, el compositor de (visto lo visto) los greatest hits de la formación. Juntos, King y Anderson son el rugido de una moto sin filtro, el motor de combustión de The Bad Plus. Ethan Iverson, sin grandes alharacas, es el músico “inteligente”. Su capacidad de disociación es doble. Por un lado, genera un universo musical rítmico, melódico y armónico paralelo. Por el otro, lo que su mano derecha hace, no lo sabe la izquierda. Posee además un enorme talento para la manipulación de la tensión emocional, que crece o disminuye a su antojo, ya sea a base de insistentes arpegios de corte minimalista, o mediante secuencias de acordes (incluso simples escalas) que recorren el teclado de graves a agudos. Si la idea es ir creciendo (no sólo en volumen, también en actividad), Iverson mide ese proceso con más equilibrio que Joshua Redman, cuyos solos llegan muchas veces al clímax con anticipación, con riesgo de quedar suspendido a una altura de la que ya no se puede descender (riesgo de bluf emocional) y difícilmente ascender más. El saxofonista tuvo, sin embargo, un aliado en el pianista. Casi cada uno de sus solos lo fue de trío sin piano, y sólo muy al final Iverson añadía textura y cierta grandilocuencia (característica innegable en el sentido épico de la música de The Bad Plus) para rematar la faena.


Ethan Iverson
© Jose Horna

Los misterios de la música son inescrutables. Y el cliente, ya se sabe, tiene la razón. Así que si la mayor de las ovaciones fue para Redman, por algo será. Quizá porque en Vitoria son mucho de los suyos, y en este festival hay una nómina de músicos que repiten tanto que se hacen simpáticos por insistencia. De ellos sabemos hasta lo que comen (“una ensalada”), el deporte que hacen (“ha ido a correr un poco”) y lo bien que descansan (“ha dormido divinamente”). 18 horas después de informados, la saludable vida de Joshua Redman “gusta” a 13 personas. Los romanos se lo hubieran pasado pipa en estos tiempos. Aunque algunos nos sintamos como cristianos en los suyos.
 
© Carlos Pérez Cruz

Nota: Gracias a Jose Horna por su gentileza en la cesión de las imágenes que ilustran este texto.
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com

miércoles, julio 18, 2012

Stefano Bollani Trio, Sound Prints (Joe Lovano & Dave Douglas) y Tigran Hamasyan Trio - 36º Festival Jazz Vitoria - Gasteiz

Stefano Bollani acaricia las teclas, acerca su cabeza a ellas y escucha en la intimidad de las cortas distancias. Se sienta en el suelo y su cuerpo y el instrumento son lo mismo. Abraza el piano. Es su anatomía. En realidad, el piano es el altavoz que decodifica la música, que está tanto en su cabeza como en el espacio que lo rodea. Bollani escucha música donde los demás no, y hay un hilo invisible que la guía de principio a fin de su concierto, aunque el espectador no logre escucharla, tan sólo intuirla. Lo que el italiano hace es cazar al vuelo todas las frecuencias que están ahí, inaudibles para los mortales, y presentarlas en sociedad. Una tras otra afloran melodías incompletas, monumentales en su fragmentación. Los tempos fluyen uno hacia otro sin gesto que los anuncie y cuando uno cree estar en binario, está en ternario o en realidad no tiene tempo.


Tigran Hamasyan
© Jose Horna

Tigran Hamasyan estresa al piano. Cecil Taylor lo definió como instrumento de percusión y Hamasyan se lo ha tomado al pie de la letra, aunque el poeta del free no se refiriera a este tipo de pegada. Hamasyan lo ha convertido en el saco de boxeo sobre el que descarga su virulencia pasional de veinteañero (en el escenario se le cantó el Happy Birthday por los veinticinco). Lo golpea con furia y agita mientras su cabeza como si de un músico de heavy se tratara. Le exige tal respuesta que uno temió que en cualquier momento el piano desertara. Si en Bollani es parte integral de la persona, en Tigran el piano pasaba por allí.


Stefano Bollani (p), Jesper Bodilsen (cb) y Morten Lund (bt)
© Jose Horna

Dos formas antagónicas y (teóricamente) complementarias de proponer. Hamasyan puso en pie a parte del respetable en el Teatro Principal a base de fuegos artificiales y rock primario con coloratura de folclore armenio. Eran tres en el escenario, pero el armenio nos retrotrajo a los tiempos pre-Bill Evans en que bajo y batería estaban al servicio de las teclas. Aunque la dificultad de ciertas métricas hace meritoria su aportación, Nate Wood y Sam Minaie fueron básicamente la caja de ritmos para que el pianista se explayara. Si en Bollani las métricas ligaban unas con otras, en Hamasyan iban claramente definidas por bloques y gestos de aviso, sobre todo para anunciar que cualquier intento de sutileza iba a ser masacrado de inmediato por la vena macarra de Tigran. One, two, three… y a darle duro.

La tensión corporal del armenio frente a la pura gracilidad del corpachón del italiano. Bollani necesita dos pianos, pero su físico se amolda al espacio con la agilidad y contorsión de un bebé. Hace del escenario el cuarto de estar de su casa, a pesar de la dimensión del pabellón (donde fuimos gaseados en calor), y crea una intimidad casi imposible en un lugar así. Hace una música tan seria que, quizá por eso, se divierte tanto y es tan divertido verlo. Tiene que generar felicidad extrema ser capaz de hilar tan fino una música tan bella, que no necesita ser manipulada con insulsos loops para cautivar, como intentó en algún momento Hamasyan (ay los juguetitos electrónicos). Si algo tiene la música armenia es belleza y poesía (de la derrota). Y Tigran no la entiende así. Exige exuberancia, cuando el cuerpo pide espacio y silencio. Propone sinfonismo grandilocuente, cuando el discurso pide un minuto de silencio. Impone la admiración en una continua traca final, mientras el italiano se la gana creando la ilusión de que lo que hace se puede realizar incluso con una mano y sentado en el suelo.


Soundprints
© Jose Horna

Tras el sueño de una noche de Bollani, la de Mendizorrotza (una vez derretido el respetable) devolvió el eco de la actuación de Wayne Shorter en Getxo. A él dedican su proyecto ‘Sound Prints’ Dave Douglas y Joe Lovano. Personifico en ellos, si bien sin la maestría de Joey Baron sería imposible el vértigo swingueante que proponen. Lovano se lanzó directo a la yugular del respetable con su soprano. Y aquello tenía visos de intentar la del Shorter más abstracto y excitante que admiramos de su última reencarnación. Pero Shorter sólo hay uno, y la actuación fue derivando hacia terrenos más confortables y familiares para el grupo, que no menos exigentes. Subidos al tren de Baron y Oh (y a la profesional discreción de Lawrence Fields), el quinteto propuso melodías imposibles para músicos terrenales, interpretadas con precisión cirujana por Douglas y Lovano. O de cómo conseguir hacer flexible lo virtuoso y hacer de dos, uno. Y swing, mucho swing, que sin él la música don´t mean a thing. Y bop loco y agitado para que Douglas entrara en combustión y Lovano vistiera elegancia en el tenor. Jazz en bruto hecho neto por dos gentleman con sombrero y una rítmica que caminaba como un “A Train” del siglo XXI (AVE). Y es que cuando la cosa camina, camina. Eso sí, hay que saber subirse en marcha.

© Carlos Pérez Cruz

Nota: Gracias a Jose Horna por su gentileza en la cesión de las imágenes que ilustran este texto.

Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com

domingo, julio 15, 2012

Normalidad

Escribía yo ayer: "(...) cuando llegue el décimo (y descansó), la ciudad subrayará la "normalidad" de la fiesta. (...)". Y el décimo llegó. Y dice el titular: "Maya destaca la "normalidad" de unas fiestas que han disfrutado más de 1,5 millones de personas". Claro que su concepto de normalidad incluye:

(...) la agresión a un trabajador de la limpieza el día 6, la pelea que tuvo lugar en la cuesta del Labrit el día 9 y que se saldó con doce detenidos y tres policías forales heridos, el apuñalamiento de un hombre en la plaza de la Cruz por la que hay un detenido y el intento de agresión sexual a una joven el día 11. (...)

Lo normal, vamos.

sábado, julio 14, 2012

Ya falta menos (imágenes fuera de plano)

Se acaban, pero... Ya falta menos. En menos de lo que uno imagina volveremos a vernos en las mismas. Time goes by y lo gastamos en estas cosas, que dicen que dan mucho dinero a la ciudad. Del precio de ese dinero... de eso nada se dice. En el retrato fotográfico importa siempre más lo que no se muestra que lo que se ve. Y lo primero que vi fue a dos tipos encima de un camión de la basura (hay que escalar) dando fe pública de su culo (que no buho, que decía Eugenio), mientras desde abajo les arrojan con saña objetos de todo tipo, para delirio del colectivo. De los balcones llueve a chorros agua (en el mejor de los casos). Y con el espacio estrangulado, con los cuerpos sudados en pestilencia y hedor, con los pies sobre una masa fecal de alcohol derramado y otros líquidos y sólidos de ignota procedencia (más plásticos, zapatos perdidos y pañuelos desintegrados), la ciudad regala música en traje de faena. ¡Arriba esos cuerpos! Que esto no ha hecho más que empezar.

Durante nueve días son bienvenidas tus virtudes incívicas. Ese trapo que llevas contigo (¿por qué llevas un trapo?) y cae al suelo de pis, puedes arrojarlo sobre el primero que se te ocurra. ¿Por qué no? Sí, pis. ¿Tienes ganas? Orina. En cualquier rincón. Da igual un portal, un contenedor, que sea en medio de la calle; donde adivines una vía de evacuación. Sin selección, cualquier sitio es bueno para la micción. No habrá penalización. Recuerda, la ley no está en vigencia.

¿Acumulas ira? Golpea con rabia el mobiliario urbano que, cuando llegue el décimo (y descansó), la ciudad subrayará la "normalidad" de la fiesta. Porque esto es LA fiesta, amigo. Y LA fiesta ignora el sentido cívico. No permitas que un molesto trabajador de la limpieza recoja lo que decides arrojar al suelo. Golpéalo, zarandéalo. Quedará sólo en una nota a pie de página, como la letra pequeña de una hipoteca. Nada que enturbie la imagen gloriosa de unas fiestas "sin igual". No las hay, te lo digo yo.

Vuelan objetos sobre las cabezas de la banda de música que la ciudad te regala para tu espasmo matinal. No coordinas ya a esas horas, pero decides que sobre quien no conoces tienes derecho de descargo verbal. Empuja, que no duele. La banda toca y una riada que arrastra inmundicia sin catalogar divide en dos la formación. Es la limpieza, que procura una ficción de orden y concierto. Cartón piedra por unas horas. Millones de litros de un bien preciado (¿y de futura privatización?). ¡Mira! Pan húmedo al punto de hez.

¡Corre! ¡¡Que sueltan toros!! El orgullo de la ciudad. Toros sueltos por las calles nueve días al año. El restante, hay que vivir de ello. Es nuestra Torre de Pisa. Por la tarde, son desgarrados hasta la muerte ante el delirio de almuerzos y txarangas. "No, si a mí"... ya, "no me gustan pero..." ¿Qué otra cosa hacer por la tarde en la ciudad durante esos nueve días? ¡Dormir! Ocupar bancos, jardines, orinar (una vez más, esta vez en las paredes de la catedral, ¿por qué no? "Todos los curas, vienen aquí, a echar un polvo..." que cantas cada mañana). Con suerte tienes coche. Ahí duermes, ahí cenas y con sus altavoces compartes la juerga, aunque en esa calle, precisamente en esa calle, no la haya. Subes el volumen hasta que revienta, devoras la cena y dejas la inmundicia en la acera. La micción, al contenedor.

Ya falta menos.

jueves, julio 12, 2012

Músicos callejeros

Como con la lectura entre líneas, en los sanfermines de Pamplona uno puede llegar a encontrar, dentro del discurso grosero y el hedor auditivo generalizado (y nasal, por supuesto), líneas de belleza que se cuelan en los párrafos más prosaicos y vulgares de la fiesta. En la calle de La Chapitela, en pleno epicentro del deambular de almas más o menos conscientes, un guitarrista me ha llamado la atención estos días de exceso del mal gusto y de elogio de la zafiedad. Hoy me he acercado a su paciente acompañante para charlar y llevarme un disco para casa. Él es polaco. Guitarrista. Su nombre Michat Zygmunt. Y hace tan sólo unos días tocaba en un escenario digno:

miércoles, julio 04, 2012

Ab Baars - "Time to do my lions"

 
Sin ser estrictamente descriptiva, la música de este trabajo del veterano improvisador holandés viene inspirada por dibujos, poesía, personas y lugares. No es en ese sentido música funcional, sino inspirada por. No es menor el matiz a la hora de afrontar este disco desde la perspectiva crítica. Si fuera funcional, uno debería encontrar la relación entre lo expuesto por Baars y aquello a lo que sirve. Como simplemente habla de inspiración, esta es libre de expresarse sin mayor justificación ni coherencia respecto a la fuente.

lunes, julio 02, 2012

Jejej

Titulo con una risa onomatopéyica porque, de todo lo leído, ninguna expresión explica mejor que ésta la frivolidad y simpatía con la que algunos asumen la coacción verbal como algo natural, lícito, divertido incluso (jejej), para conseguir enterrar una opinión si ésta no se adecúa a su parecer, o si -se haya leído o no- se refiere a una persona a la que se admira o con la que se tiene algún tipo de amistad o afinidad (el tradicional tribalismo y paternalismo mal entendido de este país).

Viene esto a resultas de la calurosa acogida de una crítica firmada por servidor en este medio, de la que dio buena cuenta en estas páginas digitales Chema García Martínez. No deja de sorprenderme la atención tan prolongada en el tiempo que están dispensando al asunto (ahí siguen) ni, por supuesto, el tono general de las intervenciones, muy alejado del de la crítica en cuestión. Tampoco la capacidad de algunos para leer lo que no se ha escrito, para interpretar con clarividencia lo que ni siquiera yo sabía que pensaba, ni para detectar en mí desviaciones que desconocía padecer. Como se preguntó en su día un colega (y suscribo palabra por palabra): “¿Cuándo aprenderemos a leer lo que ha dicho el autor y no lo que creemos que dice o lo que nos gustaría que hubiera dicho para justificar lo que tenemos ganas de decir?”.
 
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