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sábado, julio 21, 2012

Peter Evans, Mari Kvien Brunvoll, Josetxo Goia-Aribe - 47 Festival de Jazz de Donostia - San Sebastián (20/07/2012)


Peter Evans - Fotografía: www.jazzaldia.com

Un dechado de sensibilidad y profesionalidad. Mientras el músico en escena se encuentra en plena interpretación de un tema, ella – camiseta negra con la leyenda “staff” inscrita en grandes letras blancas – se planta delante y, con la contundencia de una palma abierta, le señala que cinco minutos más y se acabó. Sucedió durante la actuación de la noruega Mari Kvien Brunvoll en la sala de prensa del Teatro Victoria Eugenia, en la celebración de la bautizada como “La noche en Jazz”, un espléndido ejercicio de marketing donde lo fundamental es todo, menos la música.

La cultura Spotify trasladada al directo. Si hay algo que permite todo y a la vez nada es programar de forma simultánea varios conciertos en un mismo recinto. El Victoria Eugenia celebra su centenario y el festival distribuyó por diferentes localizaciones ocho actuaciones a partir de las doce de la noche y hasta las dos, pornográfica hora de inicio de las últimas. Acceso libre a todos los espacios (previa entrada de 3€) sin mayor criterio selectivo que la presunta capacidad de la sala (en la de prensa se llegó a superar el aforo de sillas, sin perjuicio de sumar espectadores de pie o en el suelo). Así las cosas, hay quien se marca objetivos asumibles (un concierto por cada tramo horario) y quien – la mayoría – se marca un tour de curioseo. Consecuencia: la imposible concentración del espectador y difícilmente de los músicos. Lo mínimo exigible sería impedir el acceso durante la interpretación de música y darlo entre tema y tema (o como se quiera llamar a según qué expresiones artísticas). Pero, aunque no lo parezca, la música es siempre lo último en estos grandes fastos. Es muy fotogénico tener músicos en cada rincón - especialmente lucido en el vestíbulo de la primera planta - donde despedí la noche intentando conectar con la magia jotera del último proyecto de Josetxo Goia-Aribe y donde deserté por ruido y sueño. Conciertos a las dos de la mañana son una falta de respeto para músicos y espectadores. Hasta Nacho Vidal va grabado a esas horas.

Así, entre ráfagas inmisericordes del (intuyo) fotógrafo oficial, walkie talkies del personal del teatro en interacción con la música e inmisericordes espectadores locuaces, además de los ecos de otras actuaciones simultáneas (Peter Evans gozó de unos generosos graves retumbantes bajo sus pies), tuvimos que sobrevivir melómanos y artistas. La mayoría – el que denomino como espectador social ­­– disfrutó a buen seguro de una noche muy cool. Al final el balance en estos macro festivales es cosa de números. Y aunque el año pasado la organización dijo haber tomado nota de las incomodidades del Museo de San Telmo (formato semejante a éste), la realidad es tozuda en la negligencia.

El trompetista Peter Evans era la cita estelar en la elección personal de este cronista. Por razones que escapan a mi comprensión, éste es el segundo año que visita Donostia. Y el segundo, igualmente, en que su actuación se oculta bajo el felpudo de la madrugada. Evans, que el año pasado no daba crédito al hecho de tocar a la una y media (con Agustí Fernández), consiguió que en éste le programaran… a la una. Eso sí, después de lograr que cambiaran lo inicialmente previsto: la hora jotera (pobre Josetxo). Logró lo previsible: una primera criba de espectadores que habían permanecido en la sala después de escuchar a un simpático (estereotipado, ruborizante) y swingueante quinteto de veteranos músicos de la vecina Bayona. Evans confesaba su estupor por lo surrealista de tener que hacer lo suyo después de lo de ellos. Que una cosa es fomentar la diversidad y otra tener un poco de sentido común. Es como juntar en la misma sala a partidarios de Wynton Marsalis y fans de Larry Ochs. Puede tener su gracia, pero el riesgo de conmoción cerebral no compensa el esfuerzo.

Evans volvió a hacer posible lo imposible. Con él, la trompeta y el piccolo barroco son otra cosa. Por un lado, él y el instrumento son uno; por el otro, el instrumento en sí expande su potencial (casi) hasta el infinito. Se puede vivir un concierto de Evans como una clase magistral de técnica del instrumento y nuevas formas de expresión o se puede tratar de profundizar en un discurso musical que, complejo, abstracto y a veces delirante, existe. Hay una lógica en todo ello, aunque los parámetros tradicionales de la música no sirvan para entenderlo. Hay una relación entre lo que Evans emite y lo que el espacio devuelve. Hay una lógica rítmica perceptible, incluso cuando más caótico parece (en sus secuencias más alocadas de arpegios acentúa las notas claves para crear una guía, que no daré en llamar melódica); también el virtuosismo extremo de un fraseo bop llevado al paroxismo más histriónico y, en contrapartida, los universos más íntimos a partir de sonoridades aflautadas o de difícil clasificación tímbrica. Hay estallidos de rabia y exultante sentido del humor – aunque algunos lo lleguen a confundir con una tomadura de pelo – y emulaciones sonoras que ponen en marcha el motor del asombroso viaje musical que propone el trompetista. Se deja la vida en ello y la exigencia del esfuerzo (respiración continua incluida) proporciona instantáneas de una plasticidad innegable, con gotas de sudor estallando a su alrededor y su rostro poseído por la furia creativa. Hay en su concierto más metal que en el heavy y más delicadeza que en una nana infantil. Hay extremos en roce permanente y una utilización del instrumento que sobrepasa los límites que la educación formal ha creado. Éstos no eran lógicos, simplemente nos los habían inoculado. Pero más allá de tecnicismos y asombros (¡Cómo va ascendiendo por microtonos haciendo uso de las válvulas del instrumento! ¡¡Cómo genera armónicos y convierte en polifónico un instrumento monódico!!), el oído educado consigue despertar las emociones más íntimas tanto como lo puede hacer la belleza “formal” de Goia-Aribe (por otro lado, la suya es otra forma diferente de expandir el potencial de la música improvisada a partir de los encuentros más insospechados). No es cuestión de esnobismo ni de elitismo, ni se disfruta con esto por tara mental (creo, claro). Aunque algunos están tan mal que no son capaces de escucharlo.

Mari Kvien Brunvoll (Fotografía: www.jazzaldia.com)

Antes, a las doce, inició su recital la cantante y músico electrónico Mari Kvien Brunvoll. Con la equívoca referencia de Sidsel Endresen en el programa de mano, la noruega hizo de su concierto un acto ceremonial. Sentada a lo indio y con mesas de sonido y aparatos de electrónica más un salterio (o instrumento semejante) dispuestos frente a ella - en vez de incensarios, velas y una imagen de Buda - fue invocando a las musas en un ejercicio de mantra pop y efectista (con ramalazos ambient  y pulsos hip hop). En su música no hay ni rastro de jazz ni de lenguajes de improvisación verdaderamente relevantes (aunque esto hace mucho que dejó de importar en festivales así) y sí el ingenio de apañárselas por sí misma con ayuda de las electrónicas. Los loops facilitan multiplicar la unidad; las distorsiones, crear atmósferas de inquietante reminiscencia industrial. Las letras dan fe del espíritu pop: The answers on my life, they are so hard to find. Y te entraban ganas de abrazarla en su desesperada multiplicación vocal.

© Carlos Pérez Cruz

Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com 

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