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miércoles, diciembre 30, 2009

Ruidos

Desconozco si existe una Historia del Ruido que documente la evolución del comportamiento humano y su incidencia sonora en el entorno a lo largo de los siglos pero me temo que la historia de la humanidad es una historia de ruido. Ruidos los hay de muchos tipos y su afección positiva o negativa depende de muchos más factores que el ruido mismo. No pretendo aquí un profundo análisis sobre la naturaleza del ruido y sus componentes; el motivo de este texto es una simple e inútil queja destinada a perderse en la inmensidad de la red cibernética.

Me quejo a menudo del incívico comportamiento del personal en salas de cine, auditorios de concierto u otros locales destinados a la difusión, promoción y celebración de actividades artísticas pero me temo que un vistazo a la historia nos revelaría el actual como el momento de mayor silencio en estos espacios. Es un temor, no una certeza, así que sin poner las manos en el fuego me lamento del presente sin ser consciente de que, intuyo, otros tiempos fueron de mayor incidencia de los espectadores sobre el desarrollo de los diferentes eventos. Sin olvidar que muchos defenderían su derecho a la interacción con el momento artístico ya que, ¿quién dice que el Arte audiovisual - especialmente este - es para ser aprehendido en silencio?

Tengo múltiples motivos en defensa de una "ley del silencio". Hay quien defiende que las leyes han de ser el remedio último (cuando no hay más opción) para regir los comportamientos humanos pero me temo que, en ocasiones, se vuelve inevitable la regulación normativa de los actos en pos de una convivencia más saludable. Y sé que las leyes pueden contravenir el deseo mayoritario pero no está comprobado que las orientaciones ideológicas masivas sean más beneficiosas que las minoritarias. Incluso las hay minoritarias que, razonadas, forman parte del imaginario de un "masivo", aunque luego sean olvidadas en la puesta en práctica. Así, aunque el deseo mayoritario sea volcar contenedores y prenderles fuego en invierno, la ley lo describe como un acto prohibido y punible. No pido mucho, por lo tanto, si demando una "ley del silencio" que, sin pretender la anulación total de la interacción ruidosa de mis semejantes, limite sí su incidencia en mi sistema nervioso.

Desconozco por qué, si la evolución tecnológica creó los auriculares, las jóvenes generaciones de usuarios de teléfonos móviles se empeñan en compartir sus gustos musicales a través de los metálicos y chillones altavoces de estos. Gustos mediocres que ellos tienen derecho a padecer, como yo a desconocer. Desconozco qué lleva a los usuarios de transportes públicos (especialmente los de media y larga distancia, aunque no se libran los de corta) a compartir en voz alta conversaciones de las que, además, en algunos casos (los que tienen el volumen del receptor bajo), sólo tenemos la versión fragmentaria del vecino de espacio. Desconozco el criterio de selección de las melodías para llamadas entrantes de teléfono móvil que avergüenzan a una gran mayoría de selectores que cogen la llamada con el pudor de habernos hecho conscientes de su flagrante mal gusto; algo que pasaría completamente desapercibido si usaran otro doble invento de la evolución tecnológica: el estado de "silencio" complementado con la activación del modo "vibración". Desconozco qué razones tienen los establecimientos comerciales de cualquier tipo para acompañar nuestra actividad consumidora con selecciones sonoras de idéntico criterio y volumen que invitan (creo que sólo a mí) al abandono del recinto (mi última experiencia en un restaurante sin "sonido ambiente" invitó a una sosegada y discreta conversación). Desconozco qué concepto de la vía pública tienen los comerciantes que en días de absurdo trasiego ciudadano, como son los navideños, buscan nuestra atención con altavoces, direccionados al exterior de sus locales comerciales, que vomitan los más casposos villancicos (los "de toda la vida") en infames versiones de niños que deberían ser estrangulados (hasta la pérdida de las facultades vocales, no hace falta llegar a mayores; sin embargo - ¡qué ironía! - la ley me lo impide). Más irritante todavía cuando estos horribles eructos de supuesto candor son promovidos en espacios públicos por instituciones públicas (léase ayuntamientos), supuestos depositarios de la ejemplaridad cívica. Desconozco el origen de la vacuidad mental que impulsa a tantos descerebrados a hacer estallar petardos y pirotecnias varias en calles y plazas con excusas festivas que, quizá nunca se plantearon, sólo sean suyas. Alteran a los perros del vecindario, alertan por confusión con otro tipo de explosiones y, además, ponen en riesgo a transeúntes que hacen un uso correcto de la vía pública: transitar por ella.

Mi lista de "desconozcos" es amplia, inagotable incluso. Soy consciente de que una ciudad es lo que mayoritariamente sus ciudadanos quieren que sea. Así hoy los ciudadanos de la mayoría de ciudades (ibéricas) que conozco han elegido, en lo referido al ruido, el continuo bombardeo de nuestro sentido del oído y la falta de un concepto de intimidad propio y ajeno. Pero, insisto, hay otros factores más allá del comportamiento masivo para legislar actitudes y convivencias y no estaría de más contar con las opiniones expertas (las de un sonómetro, por ejemplo) antes de que el ruido innecesario, invasivo y agresivo, sea la norma.

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